Rapunzel

Érase una vez una muchacha con los cabellos largos como un río. Vivió encerrada en una torre durante tantos años que el mundo para ella no era más que una ventana. Por allí entraba la luz y el aire fresco. También los ruidos que venían del bosque. Y el aleteo de los pájaros que volaban alto y la penumbra de la noche y el retumbar de los truenos.

Fuera de aquella torre, no tenía recuerdos. Una mujer la había encerrado allí el mismo día en que nació. Su nombre, Gothel. Su profesión, la bruja mala de los cuentos. Tenía un pasatiempo, también: plantar rapónchigos. Porque no era cuestión de cultivar cualquier verdura ordinaria, las brujas tienen que ser originales y los rapónchigos, ciertamente, lo son. Con sus flores azules y acampanadas es difícil adivinar sus raíces, tan pulposas y blancas.

La madre de Rapunzel, estando embarazada de ella, soñó con esos rapónchigos. Y pensaba, al desayunar: “qué ricos quedarían dorados en la sartén”. Y mientras almorzaba: “los comería cortados en juliana”. Y a la hora del té, “¡qué exquisito debe ser su jugo!”. Y en la cena: “¡Ah, si pudiera mojarlos en salsa de mostaza!”. Y así se pasó varios días añorando los rapónchigos con los que había soñado. Todo el tiempo hablando de lo mismo: rapónchigos acaramelados, al vino o al escabeche.

Y sí: un día, el padre de Rapunzel tuvo que salir a buscarlos. Y no fue nada fácil dar con ellos, pero llegó finalmente a la huerta de Gothel. ¡Ah, que maravilla azul! ¡Qué pétalos grandes y luminosos! Sin pensarlo dos veces, saltó el pequeño muro que los resguardaba. Y cuando tuvo los bolsillos llenos, justo un instante antes de partir, una enorme sombra se interpuso en su camino.

—¿Qué llevas ahí? —lo increpó la horrible bruja con su voz de tero.

—¡Lo siento, lo siento!—contestó el padre de Rapunzel, con más vergüenza que miedo porque no imaginaba que aquella vieja mujer fuera una hechicera.

—¡Ladrón! —lo acusó ella.

—Puedo explicarle —intentó él—. Son para mi mujer, que está embarazada y

no hace otra cosa que hablar de rapónchigos todo el día.

—Ya veo —contestó la bruja, mucho más calmada—. Hagamos un trato.

Llévese los rapónchigos, que son como hijos para mí. Figúrese que yo los riego, los cuido, me aseguro de que crezcan sanos y hermosos. Y a cambio, usted me entregará la criatura que está en el vientre de su mujer. Es lo justo: mis hijos por el suyo.

Al padre de Rapunzel le pareció tan descabellado el trato que aceptó sin dudar: obviamente la mujer estaba loca. Además, ¿cómo lo encontraría? Había caminado unas cuantas leguas para llegar hasta allí y, aunque lo siguiera, era tan vieja que jamás podría alcanzarlo.

Así, una vez que dejó el huerto, el hombre se olvidó de Gothel. Por eso se sorprendió tanto cuando la bruja se apareció en su casa el mismo día en que Rapunzel nació:

—¡Esa niña es mi propiedad! —les dijo a él y a su mujer, sin darles tiempo a nada. Y se llevó a la pequeña, lejos. Al remoto lugar donde hizo levantar aquella torre altísima que fue por mucho tiempo el hogar y el mundo de Rapunzel.

Y los años pasaron. La niña fue creciendo sana y hermosa, como los rapónchigos que la bruja tanto había cuidado. Siempre prisionera en esa torre, sin ver a nadie más que aquella vieja malvada. ¿Y por qué Gothel la encerró allí? ¡Nadie sabe! Aunque sin duda intentaba entrenarla. Día tras día la obligaba a pronunciar —con voz más o menos pausada, con y sin melodía, en diferentes idiomas y al derecho y al revés— innumerables conjuros que sacaba de libros antiguos, sucios y gigantescos.

Alimaña, legañas y castañas —declamaba Rapunzel—. Por el poder de la magia y en nombre del terror, que se convierta esa araña en un fiero dragón.

Pero más allá de sus esfuerzos, de su esmerada pronunciación y el tono espeluznante que le diera a las palabras, nunca pasaba nada. Las mismas telarañas en el mismo rincón y ningún animal volador echando fuego que apareciera de pronto.

—¡Es uno de los hechizos elementales! ¿Ni eso puedes hacer, inútil? —le gritaba Gothel, enfurecida. Pero Rapunzel estaba tan acostumbrada a su maltrato que ni siquiera se entristecía por eso.

Y siempre obedecía. En ocasiones, por respeto. Otras veces porque, simplemente, no podía evitarlo. Como cada vez que Gothel, desde el pie de la torre, repetía su rima boba:

—Suelta ya tu cabellera

            para que pueda escalar

            pues no traje la escalera

            y arriba quiero llegar.

Rapunzel entonces perdía el dominio sobre sí misma y, sin poder decidir, se asomaba a la ventana, soltaba sus larguísimos cabellos y aguantaba el peso de la mujer (nada desdeñable, por cierto) que escalaba usándolos como sostén. Y así, día tras día, subía la bruja de la misma manera: sujetando el cabello de Rapunzel, que se extendía a lo largo de la torre hasta llegar al suelo. Y día tras día, también, la obligaba a repetir ridículos conjuros que nunca funcionaban. Y así Rapunzel hubiera pasado el resto de su existencia, de no ser porque una tarde (mientras practicaba sus conjuros) un príncipe la escuchó.

Era alto, elegante ¡y tan apuesto! Llevaba botas de caza y capa de terciopelo. Su blanco corcel no era menos gallardo: riendas de seda y, en la montura, detalles de esmeralda. Vagaba por el bosque cuando la voz de Rapunzel lo sorprendió.

Venía desde lo alto, pero no estaba lejos. Era potente y clara. Y al príncipe le resultó tan dulce que pasó muchas horas buscándola y buscándola. Hasta que por fin llegó a la torre. No podía saber qué había en la cima (¡tan alta estaba!), pero la voz —la dulcísima voz— venía de allí. Así, escondiéndose entre las retamas, se dispuso a esperar.

Finalmente, con el paso lento, llegó Gothel. El príncipe la vio mirar hacia ambos lados, con desconfianza. Y la vio también ubicarse entre los negros rosales. Y rodear su boca con las manos, y declamar la rima boba.

Y entonces, también vio caer los cabellos de Rapunzel. Y a la bruja colgándose en ellos. Y la vio subir y subir hasta lo alto. Después, todo fue silencio. Solo las nubes que se movían despacio, las aves que revoloteaban alrededor, la brisa que hamacaba el bosque.

Cuando empezó a anochecer, los cabellos largos como un río volvieron a caer. Y la bruja bajó por ellos. Se fue igual que como había venido: con el paso lento.

Una vez que la luna iluminó el paisaje, algún tiempo después de que la bruja se fuera, el príncipe por fin dejó su escondite. Se ubicó entre los negros rosales. Miró a uno y otro lado, para estar seguro. Carraspeó, llevó sus manos a la boca, y mirando hacia el cielo, repitió los versos que recordaba a la perfección:

Suelta ya tu cabellera

            para que pueda escalar

            pues no traje la escalera

            y arriba quiero llegar.

Los cabellos de Rapunzel cayeron. El príncipe los sostuvo con firmeza, y escaló. No escuchaba más que los propios latidos de su corazón, ansioso por conocer a la dueña de aquella voz dulcísima que lo había cautivado. ¡Ay, cuando sus ojos se encontraron! ¡Cuando vio sus labios finos, sus larguísimas pestañas, el rubor de su piel! Rapunzel era sin duda la joven más bella que había visto en su vida.

Sintió un nudo en la garganta y no pudo articular ni una sola oración. Hubiera querido hablarle del calor en su pecho, de cuanto había soñado con encontrarla, del modo en que su voz (¡su dulce voz!) le penetró el corazón. Hubiera querido decirle, también, que serían felices. Que vivirían juntos en su hermoso palacio, lejos de la vieja bruja que la mantenía encerrada.

Pero esa noche (la primera) solo se miraron en silencio. Ninguno de los dos habló, aunque sus miradas lo dijeron todo. Y al otro día, el príncipe volvió. Como la tarde anterior, dejó que Gothel se alejara con su paso lento y, una vez que la luna iluminó el bosque, se ubicó entre los negros rosales, repitió la misma rima boba del día anterior, recibió los cabellos de Rapunzel y trepó.

Y lo mismo ocurrió durante muchas noches. Y así fueron pasando lunas y lunas. Rapunzel y su príncipe se fueron conociendo a la vez que se enamoraban. Hablaron de sus sueños, de sus temores, de todo lo que les alegraba el corazón y todo lo que, al contrario, los entristecía. Y, claro, pronto tuvieron proyectos y entonces necesitaron pensar en cómo escapar de aquella torre, cómo engañar a Gothel y alejarse para siempre de su maligna presencia.

Rapunzel estaba tan contenta con la idea, había tanta ilusión en sus ojos brillantes que Gothel sospechó:

—¿Qué es lo que te tiene tan risueña? —le dijo.

Por supuesto, inventó mil excusas para explicar su alegría: que el bosque se veía tan verde, que las aves cantaban cada vez mejor, que las nubes dibujaban formas en el cielo, que las flores llenaban de color el valle. Y por varios días logró a engañar a Gothel.

Pero tarde o temprano la verdad se impone. Y una vez, apenas bajó la bruja de la torre, mientras estaba yéndose con su paso lento, vio el blanco corcel del príncipe pastando por el monte. Como un león que huele cerca la presa, se escondió entre los árboles y esperó.

Fue así como finalmente se enteró de todo. Lo vio al príncipe ubicarse entre los negros rosales, mirar a un lado y otro, llevar sus manos a la boca y repetir la misma rima boba que ella había inventado. Lo vio escalar los cabellos de Rapunzel y después todo fue ruido: truenos entre las nubes grises y plomizas, el ulular de los búhos y el torpe aleteo de los murciélagos que, por la tormenta, planeaban sobre su cabeza. Los ojos de la bruja se fueron llenando de odio, su corazón se endureció (mucho más de lo que ya estaba) y la sed de venganza hizo que su magia, tan temible y oscura, se volviera más y más poderosa.

Cuando el príncipe se fue, antes de que Rapunzel volviera a recoger sus cabellos, Gothel subió a la torre. No fue necesario que dijera nada: había tanto odio en su mirada, tanta decisión en sus gestos y sus pasos seguros que la joven entendió de inmediato lo que pasaba. Con el secreto descubierto y sin nada que perder se asomó a la ventana y gritó el nombre de su amado. Pero afuera la tormenta, furiosa y amenazante, apagó sus gritos.

—Es inútil —se burló la vieja bruja—: tu príncipe encantador no podrá salvarte.

Y sin darle tiempo a Rapunzel, dio un violento tijeretazo. Los larguísimos cabellos se derrumbaron, dorados y brillantes, contra el piso. ¿Y ahora cómo subiría su príncipe cada noche para verla? Antes de que pudiera pensar una respuesta, la bruja  pronunció un montón de palabras que golpearon a Rapunzel con la fuerza de un relámpago:

Vagarás sin destino por tierras muy lejanas

            allá donde tu amado no te pueda ver

            Todapoderosa, soy la soberana

            y a ti y a tu príncipe se lo haré saber.

Y por la fuerza de aquel hechizo, Rapunzel despertó en el desierto. Sin árboles, sin flores, sin ninguna ventana que le prometiera un mundo.  Comenzó a andar, sin rumbo fijo, sufriendo por primera vez porque había conocido el amor y debía enfrentar, entonces, el dolor de perderlo. ¿Qué sería de su príncipe amado? ¿Qué haría la bruja con él? ¿Qué podía hacer para salvarlo?

Mientras tanto, en la torre, Gothel protestaba. Necia, mil veces necia Rapunzel por haber pensado que podía engañarla. A ella, a la bruja más malvada de todos los tiempos, a la mujer más poderosa de la región. Si Rapunzel hubiera sido obediente, habría aprendido el oficio. Ella misma le habría enseñado a dominar el mundo, habría sido la heredera de su magia oscura y entonces nadie habría podido enfrentar su poder. Tal vez, ni siquiera ella.

Pero no, la muy tonta se había enamorado y ahora todo estaba perdido.

—Un rapónchigo marchito: eso eres, Rapunzel —murmuró la bruja con amargura— ¿De que sirvieron todos estos años? ¿toda mi dedicación y mis cuidados? ¡Necia y mil veces necia, como su tonto padre!

Y así se pasó el día y la noche la vieja bruja, maldiciendo su suerte mientras esperaba que por fin apareciera el príncipe salvador.

Y el príncipe apareció. Gothel escuchó desde lo alto la rima boba y sosteniendo los cabellos de Rapunzel por una punta, los dejó caer. Sin sospechar el engaño, el príncipe comenzó a escalar. Alto, cada vez más alto. Y cuando estuvo lo suficientemente arriba, la bruja se asomó a la ventana para que la viera y, antes de soltar los cabellos, le gritó:

—¡Espero que se te vayan las ganas de meterte donde no debes!

La caída fue larga y dolorosa. Aunq ue los huesos no dolieron tanto como el corazón: ¿qué había hecho la bruja con Rapunzel; su dulce amada, la luz de sus ojos y de su vida? Un nuevo hechizo, que el príncipe no llegó a escuchar, lo dejó ciego. Y, a tientas, avanzó por el bosque. Y vagó durante días y días. Y soportó tormentas de lluvia y nieve, siempre en penumbras. Sin poder ver los colores del mundo, sin distinguir la luz ni la noche. Pero un día, después de mucho tiempo, llegó al desierto. Y la escuchó. La misma dulce voz que lo había cautivado, pronunciando su nombre con profundo amor.

Por supuesto, corrió hacia ella. Los dos se abrazaron, felices, por tenerse el uno al otro. Libres, por fin,  de la bruja y de aquella torre que había sido el refugio de su amor pero también una prisión horrible. Y se abrazaron larga y amorosamente. Llorando los dos, conmovidos por la alegría de haberse reencontrado.

¡Ay, si la bruja hubiera visto las mágicas lágrimas de Rapunzel que, limpias y cristalinas, curaron los ojos de su amado! Porque el príncipe volvió a ver. Y Rapunzel, con el cabello corto, le pareció todavía más hermosa.

Y como todos los cuentos de hadas, este también terminó bien. Los enamorados vivieron en un palacio sin ninguna torre. Tuvieron hijos (¡gemelos!) y, de cuando en cuando, para entretenerlos, Rapunzel llenaba de dragones el reino. Al fin y al cabo, no fue mala aprendiz. Con el poder del amor (que es la magia más poderosa del mundo) consiguió que sus hechizos funcionaran.

El primero fue para Gothel: anuló sus poderes y la encerró en la torre. ¿Por cuánto tiempo? Nadie sabe, aunque algunos dicen que la bruja todavía está allí.

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