¿Cuál es
la primera imagen que tiene de su padre? Me recuerdo sentado en sus piernas disparando
con una escopeta de aire comprimido a las hojas de un árbol..., siempre tuvimos pistolas
en casa. Conservo vagos recuerdos de Los Ángeles y de México. En Los Ángeles, de una
vida bastante americana e ideal: la casa, los amigos..., cada cual tenía su vida. Las
escuelas en Estados Unidos eran pésimas. Me enviaron a una escuela católica a los once
años y recuerdo que, cuando los niños de mi clase iban a tomar la primera comunión, me
pareció que yo debía hacer lo mismo con el acuerdo de mi madre, pero al hablar de ello
con mi padre, me agarró, me levantó y dijo: «Si cuentas esto a mis amigos, te mato».
Entonces no comprendí nada. En cuanto a México, pasé una vida ideal para un niño.
Había comenzado mis estudios en el colegio americano, que proseguí en México. A menudo
venían a casa los amigos de mi padre y aquellas veladas siempre terminaban de la misma
manera: «¡Porque en el frente de Teruel...!». Yo me iba a acostar o a leer.
JUAN LUIS BUÑUEL, LB. LOS ÁNGELES,
1941. |
¿Nunca se hablaba de cine? ¿Su padre
no tenía interés en que siguiese sus pasos? No hablábamos de cine. Incluso se
apiadó de mí cuando le dije que me iba a dedicar al cine. En casa se hablaba de la
Guerra Civil, de literatura o de otras cosas, pero nunca de cine. Tampoco salía al cine,
por aquello de la sordera.
¿Cómo empezó usted la carrera
cinematográfica? Con Orson Welles, porque necesitaban a alguien que supiera inglés.
Después, con motivo de la realización de Los ambiciosos, con Gérard Philipe, mi
padre necesitaba un asistente que hablara francés y español. ¿Quién hablaba esas dos
lenguas? Pues su hijito. Así trabajé en esa película y en La joven, Viridiana,
Diario de una camarera y en la última.
En Ese oscuro objeto del deseo.
¿Era difícil trabajar con su padre? No, facilísimo. Era muy profesional; como todo
buen director reclamaba profesionalismo, estar a la hora... Había que guardar silencio en
el plató debido a sus problemas auditivos, pero se mostraba amable y simpático con
todos. Ahora estoy convencido de que era un buen técnico, muy capaz de realizar
películas en dos o tres semanas, con una excelente técnica.
¿Lo tenía todo preparado o, por el
contrario, improvisaba? En él estaba todo previsto: el ángulo, el movimiento de la
cámara..., pero su gran lección fue que, una vez preparado todo, cabían las
improvisaciones. Eso me lo enseñó.
Francisco Rabal ha referido que en el
guion de Viridiana no aparecía la famosa última cena, que incluyó posteriormente
después de habérsele ocurrido durante un paseo matutino por la Casa de Campo madrileña.
Lo que podría intuirse como improvisación en realidad era algo muy pensado. No se
prepara una cosa tan significativamente relevante en uno o dos días. Es sabido que en esa
secuencia había trece mendigos y, entre ellos, el de la izquierda era un chófer al que
se le pidió su presencia.
Hay que reconocer que en la producción
mexicana muchas veces había actores que no eran de un nivel muy bueno. Parece ser que le
correspondía a usted llevar a cabo su preparación, adiestrarlos en cierta medida.
Procuraba ensayar con ellos, cuidando su condición de actores. Unas veces eran las cejas
de María Félix, que debía moverlas, otras... Siempre se encuentran buenos y malos
actores en todos los lugares.
¿Estuvo al corriente de lo ocurrido con
Viridiana? Sabíamos que había problemas con los negativos de la película.
Por eso con Domingo Dominguín y un torero, que se llamaba Pedret, me los llevé en tren
hasta Barcelona y, poco más tarde, en la parte trasera de una camioneta, ocultos por los
capotes, conseguimos pasar la frontera francesa Pedret, tres toreros más, un picador y
yo. Conservo las fotografías. Luego viajamos hasta París, donde hicimos el mixage...
Para ir a Cannes teníamos la invitación oficial de Favre Le Bret. Por él me enteré del
premio conseguido y de la intención de que fuera una autoridad española quien lo
recogiera. Le sugerí que el galardón se le podía entregar a Silvia Pinal, a Alatriste,
a mí, a cualquier persona, pero no a un representante oficial del gobierno español.
Después vino aquel escándalo provocado por LOsservatore Romano: un
artículo firmado por el padre Fierro.
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Mucho tiempo
después, transcurridos veinte o veinticinco años, mientras estábamos
filmando «Ese oscuro objeto del deseo» en Atocha, en Madrid, Fernando Rey se acercó a
mí para decirme que el padre Fierro había entrado en su camerino pidiéndole excusas por
el escándalo de Viridiana. Fernando le echó sin contemplaciones.
Su padre no fue a Cannes. Estaba en
México.
¿Se hablaba en la familia del regreso a
Europa? Tengo las cartas de Lulú Viñes. Ella acaba de morir, hace tres meses, y su
hija me regaló todas las cartas que mi padre le había enviado desde 1946 hasta
principios de los ochenta. En ellas se refieren los planes que tenía mi padre, una vez
superadas algunas penurias que no llegaba a esquivar. Se quedó en México porque
trabajaba y no tenía dinero para irse. En Francia no había seguridad de trabajo. Sólo
salía de casa para filmar. No le agradaba hacer turismo. Recuerdo que, ante la
posibilidad de viajar a Venecia, evocaba los canales, su visita al Danieli Palace, el
aperitivo del mediodía, la comida, la siesta hasta las cuatro y, de repente, exclamaba:
«¡Qué coño hago en Venecia a las cuatro de la tarde! ¿Qué voy a hacer? ¿Otro museo?
¡Nada. A esperar hasta el aperitivo a las siete!».
¿Qué lugar ocupaban en su casa las
conversaciones sobre política? De política se hablaba cuando venía Luis Alcoriza.
Pero poco más que algunos comentarios y crítica. De China, o de lo que fuera. Todo
dependía de lo que saliera en el periódico. Estaba muy obsesionado por el terrorismo y
eso lo ha transmitido en varias películas. En la última hay una discusión y su último
guion también gira en torno a los terroristas.
El cambio radical en la situación
económica familiar ocurrió a partir de Belle de jour. Al menos hubo un poco
más de dinero en casa. Mi padre tenía dos trajes cuando murió, tres pares de
pantalones, dos pares de zapatos y poco más. Bueno sí, el Volkswagen de mi madre.
Pero él no cambió su manera de vida con o sin dinero.
Recuerdo que Nicholas Ray le invitó a
comer en Madrid, y mi padre me propuso que le acompañara. Durante la comida, Nicholas Ray
le dijo: «Buñuel, entre todos los directores que conozco eres el único que hace lo que
quiere, ¿cuál es tu secreto?». Mi padre respondió: «Pido menos de 50.000 dólares por
película». Ray decidió cambiar la conversación. Es cierto que la libertad se paga. Si
quieres libertad, no cobres. Creo que ése era su secreto.
¿A partir de qué época piensa que
pudo tener esa libertad para rodar? En México no debía de tenerla. Su fuerza
consistía en el hecho de que dentro de una cosa muy cerrada incluía otras tremendas. Y
muchas de las historias eran culebrones, pero, increíblemente, terminaban por salir
historias magníficas, muy chistosas. De repente podía salirle una película como
«Él», o «Ensayo de un crimen». Bueno, de vez en cuando tuvo que hacer concesiones.
Por ejemplo, el famoso otro final de Los olvidados. Nunca habló de eso
porque era un final posible pero no el que él quería. Lo hizo porque Dancigers
seguramente tuvo miedo, aunque lo filmaron y finalmente no lo utilizaron.
Otra broma de Luis Buñuel era decir que
no le interesaba la técnica. En «Ese oscuro objeto del deseo» hay un momento en que
Fernando Rey y otro actor salen de un bar. Se emplearon cuatro horas para hacer las
veintidós posiciones de cámara diferentes con grúa, con luces... Terminamos todos muy
contentos. Creo que la técnica hay que tenerla y después no enseñarla.
¿Cómo alguien que padece sordera puede
llevar a cabo el montaje del sonido? Imaginaba los sonidos. No quería música y sí
incluir sonidos. Si deseaba que un coche pasara a lo lejos, la montadora le complacía.
Además de su actividad creadora,
Buñuel cultivó otras aficiones. Por ejemplo, fue deportista... Sí. Éramos una
familia de buenos deportistas. Mi padre practicó el boxeo y mi madre consiguió como
gimnasta la medalla de plata olímpica. Incluso yo hice mucho deporte: fútbol americano,
lucha, etc.
¿Y su afición por las armas?
Solíamos ir a menudo a un club de tiro, en la carretera de Toluca, a las seis o a las
siete de la mañana, a disparar con rifle de gran calibre. Después nos esperaba un
desayuno de huevos rancheros mexicanos, un café, un pitillo. Luego practicábamos el tiro
rápido de pistola, contra silueta, hasta que regresábamos a casa a limpiar las armas.
Él cargaba sus propias balas con bastante pólvora. Si no pones bastante pólvora se
queda la bala en el cañón; demasiada pólvora te atraviesa la mano. Recuerdo que un día
me dijo: «Juan Luis, normalmente esta bala no debería atravesar ese papel, pero por si
las moscas pon un libro, un cojín y el papel». La bala atravesó las tres cosas e hizo
un agujero en el suelo. Y añadió: «¡Gracias que no pusiste la mano!».
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