Los señores de los Andes

El Imperio de los incas

En el siglo XV, toda el área andina quedó bajo el dominio de los poderosos soberanos de Cuzco. Los Hijos del Sol impusieron su ley mediante su temible ejército, su vasta red de carreteras y el trabajo obligado de sus súbditos

Machu Picchu

Machu Picchu

Construido sobre el cerro del que toma su nombre, en el valle del río Urubamba, a 2.400 metros de altitud, fue un complejo residencial y ceremonial erigido por el Inca Pachacuti hacia 1450. Se considera una obra maestra de la arquitectura e ingeniería incas.

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«En los siglos antiguos toda esta región de tierra que ves eran unos grandes montes y breñales, y las gentes en aquellos tiempos vivían como fieras y animales brutos, sin religión ni policía, sin pueblo ni casa, sin cultivar ni sembrar la tierra, sin vestir ni cubrir sus carnes [...]. Nuestro Padre el Sol, viendo los hombres tales como te he dicho, se apiadó de ellos, y envió del cielo a la tierra un hijo y una hija de los suyos para que los doctrinasen en el conocimiento de Nuestro Padre el Sol [...] y para que les diesen preceptos y leyes en que viviesen como hombres en razón y urbanidad».

Así recordaba el Inca Garcilaso de laVega, a finales del siglo XVI, lo que un tío suyo le había contado en su niñez sobre los orígenes del pueblo inca. Los protagonistas del relato eran una pareja de hermanos, Manco Capac y Mama Ocllo, nacidos a orillas del lago Titicaca, en plena cordillera de los Andes, quienes, por orden del Sol, emprendieron un viaje hasta fundar una nueva ciudad: Cuzco.

De estos dos héroes fundadores nació la dinastía de los trece Incas. No existen datos verdaderamente históricos relativos a los primeros de estos soberanos, los llamados Incas legendarios. En cualquier caso, sus dominios no sobrepasaron el área de Cuzco.

Fue en el siglo XV, bajo Pachacuti Inca Yupanqui, el noveno Inca, cuando se inició la expansión del Imperio con la derrota de los feroces chancas y la conquista de Cajamarca y la zona del Titicaca. Su hijo Tupac Inca Yupanqui amplió nuevamente las fronteras, venciendo a los pendencieros chachapoyas y apoderándose del territorio chimú. Durante su reinado, los incas se anexaron el territorio de los actuales estados de Ecuador, Bolivia, Chile y Argentina.

UNA SOCIEDAD MUY JERARQUIZADA

Este vasto espacio, que a principios del siglo XVI comprendía 12 millones de habitantes, se encontraba bajo la autoridad suprema del emperador: el Inca, el Hijo del Sol. Éste residía con su familia en Cuzco, en un palacio que cada soberano construía de nuevo, rodeado por sus esposas e hijos, los otros linajes reales, y sus ministros y sacerdotes. La sucesión se realizaba de padre a hijo y, aunque no regía el principio de primogenitura, el heredero debía ser uno de los príncipes o auquis habidos con la esposa principal, la coya (o colla).

Cuando aquél alcanzaba la mayoría de edad se iniciaba en las tareas de Estado. Lógicamente, el hecho de que hubiera varios candidatos al trono fomentaba las intrigas y las luchas de poder, sobre todo porque cada príncipe constituía un linaje propio, o panaca, que apoyaba sus intereses. Es sabido que estas disensiones dinásticas propiciaron la conquista del Imperio inca en 1532 por Pizarro, quien supo aprovechar la situación de guerra civil entre los hermanos Huáscar y Atahualpa para imponerse.

Los principales cargos religiosos y administrativos eran ocupados por los miembros de las distintas panacas. Los españoles les llamaron «orejones» porque sus enormes pendientes distendían los lóbulos de las orejas exageradamente. Esta élite real se organizaba a través de complejas normas de parentesco y estaba, asimismo, vinculada a los jefes provinciales –los curacas– y al cuerpo de administradores.

Yupanqui, el décimo Inca. Manuscrito con imágenes de Poma de Ayala. Museo Arqueológico, Lima.

 

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Todos ellos gozaban de múltiples privilegios, como trasladarse en litera, vestir telas finas, protegerse con quitasoles, y tener concubinas y servidores, los yanaconas. Por debajo se encontraba la gran masa de población, los hatunrunao «gentecomún».

Eran ellos los que mantenían el Imperio con su trabajo, del que el Inca se apropiaba a través de una institución que perviviría bajo el dominio español: la mita, una prestación de trabajo o servicios por la comunidad.

El Imperio inca, también llamado incario, era un Estado militar. Contaba con un ejército poderoso y bien entrenado, que se nutría de la mita. Ésta permitía reclutar un elevadísimo número de soldados en la mejor edad para combatir. Los más jóvenes marchaban al frente, y los demás se dedicaban a labores de utillaje y abastecimiento; los soldados se renovaban mediante los turnos obligatorios y el ejército siempre estaba «descansado».

Además, el sistema vial facilitaba la comunicación entre los diferentes puntos del Imperio y permitía la circulación de las tropas con rapidez. Éstas podían abastecerse o descansar en los tambos o depósitos que salpicaban los caminos, donde se guardaban alimentos y armas. Las campañas militares podían ser de larga duración, y a veces estaban dirigidas por el Inca o por alguno de sus generales, aunque los responsables últimos eran, en la práctica, soldados cualificados.

DUEÑOS DE LOS HOMBRES

Las conquistas del ejército inca daban pie a grandes celebraciones. Pachacuti, por ejemplo, a la vuelta de una exitosa campaña que había durado cuatro años, fue recibido por el enardecido pueblo de Cuzco, deslumbrado por una comitiva jamás vista, formada por jefes aliados, botín de guerra y prisioneros. Éstos fueron sacrificados en la plaza de Aucaypata y sus cráneos convertidos en vasos o keros para hacer su brindis al Sol.

Tras la conquista de un territorio se procedía a la incaización de sus habitantes a través de la imposición de la religión oficial, el culto al Sol, y el idioma quechua. Los dioses y curacas del pueblo vencido eran llevados a Cuzco. Se colocaba a las divinidades capturadas en un templo que un cronista español comparaba con «el Panteón de los Romanos [...] y con esto les parecía que tenían seguras las provincias ganadas, con tener como rehenes sus dioses».

Los curacas, por su parte, aprendían el quechua, requisito imprescindible para ejercer un cargo oficial, y luego regresaban a su lugar de origen acompañados por maestros que enseñaban el nuevo idioma a la población, mientras sus primogénitos permanecían en Cuzco como rehenes para proceder a su adoctrinamiento y evitar la posible traición de sus padres.

Sacsahuamán, a dos kilómetros de la ciudad de Cuzco, con sus 3.700 hectáreas, es el mayor complejo arquitectónico inca. Pachacuti lo empezó a contruir en el siglo XV, pero no fue acabado hasta un siglo más tarde, bajo el gobierno de Huayna Capac. Es, a la vez, fortaleza, conjunto ceremonial y almacén.

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Si esto no bastaba para asegurar la fidelidad al Imperio, se ponía en práctica el sistema de mitimaes o traslados forzosos de poblaciones enteras que eran deportadas a tierras lejanas. El desarraigo quebraba los vínculos internos de los pueblos sometidos, lo que cortaba de raíz cualquier atisbo de rebelión.

Los territorios conquistados se mantenían unidos gracias a un sofisticado sistema administrativo. El Imperio estaba dividido en cuatro regiones o suyos para facilitar su administración; de hecho, el nombre que los incas daban a sus dominios, Tahuantinsuyu, significa «las cuatro regiones».

Cada suyo o región estaba gobernado por un suyoyocapu, que era un representante del soberano, generalmente un hermano o tío de éste. Los cuatro suyoyocapu formaban un consejo de gobierno que asesoraba al Inca. Cada suyo se dividía en territorios de 40.000 habitantes, gobernados por curacas que gozaban de cierta independencia política.

Sin embargo, la libertad de acción de estos curacas quedaba limitada por el hecho de que sus hijos residían en Cuzco como prueba de su fidelidad y porque, además, tenían a su lado a dos enviados directos del Inca: el apunchic o gobernador militar, y los tucuiricuc, una suerte de inspectores (su nombre en quechua significa «los que lo ven todo») que se ocupaban, en especial, del reclutamiento de los efectivos necesarios para el ejército y de los hombres que debían trabajar en los campos y las infraestructuras del Tahuantinsuyu.

Para articular el Imperio, los incas tuvieron que vencer enormes obstáculos geográficos. Para comunicar tierras separadas por elevados montes e innumerables barrancos y quebradas se construyeron túneles y escaleras horadadas en la roca, o puentes colgantes, a más de 5.000 metros de altura, elaborados con fibras que ponían «cierto miedo cuando se miraban, por parecer medios tan flacos y frágiles», como refería el jesuita Acosta.

Disponían de un servicio de balsas pequeñas de totora (juncos) y otras más grandes llamadas oroyas que, a modo de transbordadores, transportaban personas y mercancías. Se creó una extensa red de caminos y un eficaz sistema de postas basado en los chasquis o mensajeros, capaces de llevar un mensaje de Quito a Cuzco en seis días, haciendo relevos cada seis kilómetros.

EL TODO PODEROSO HIJO DEL SOL

En el Imperio inca, el Estado lo controlaba todo.Todos los bienes productivos –principalmente la tierra, pero también el ganado– pertenecían al Inca, aunque en la práctica los recursos se dividían según el sistema que los especialistas denominan «tripartición».

En cualquier población, por pequeña que fuera, un tercio de los bienes se reservaba para el Inca, otro se destinaba al culto del Sol y el otro tercio quedaba en manos de la comunidad; esta proporción, sin embargo, podía variar en función de la riqueza de cada zona. Sólo existía la propiedad privada para las posesiones del Inca, quien podía transmitirlas a los miembros de su linaje real o panaca, y las hacía trabajar por sus yanaconas o sirvientes. Del total de la producción, el Estado destinaba una parte a la comunidad local, otra al depósito de la provincia y la tercera se enviaba a Cuzco, donde se repartía entre los curacas y los orejones.

Fortaleza de Pisac, levantada por el Inca Pachacuti en el Valle Sagrado, formaba parte del impresionante circuito fortificado que los incas construyeron en esta zona para proteger la capital, Cuzco.

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Los hatunruna, la «gente común», sostenían con su esfuerzo el incario. La base de la organización social era el ayllu, una comunidad amplia formada por las familias que descendían de un mismo ancestro, identificado generalmente con una divinidad tutelar propia. Los ayllu constituían la fuerza de trabajo y eran controlados por medio de un minucioso método de contabilidad basado en los quipus, registros en los que se consignaban las cosechas, los nacimientos, las muertes y los matrimonios, así como los efectivos del ejército y el número de quienes trabajaban en el campo y las obras públicas.

Los hatunruna tenían la obligación de trabajarpara el Inca prácticamente desde que podían andar, según una división del trabajo por tramos de edad y por sexo, en función de la capacidad física. Los niños pequeños entregaban plumas y las niñas, flores que se utilizaban como tintes; también hacían recados o labores domésticas. Los ancianos cuidaban de los animales, y las mujeres tejían y se ocupaban de la familia y de la casa.

Pero quienes tenían más responsabilidades eran los varones casados o purej, de 25 a 50 años. Eran ellos quienes estaban sometidos a la mita, un trabajo temporal o por turnos (en quechua mita significa «turno») en beneficio del Inca, del cuerpo de sacerdotes o de los curacas de su comunidad. El trabajo se realizaba en el lugar de residencia o en otros señalados por el Estado, y podía ser muy diverso: en el campo, en la ciudad, en la alfarería, los textiles, la metalurgia, las obras públicas, etcétera.También eran reclutados por turnos para servir en el ejército.

UNA VIDA AL SERVICIO DEL ESTADO

El Estado organizaba toda la vida de los hatunruna desde su nacimiento. No sólo se apropiaba de su fuerza de trabajo, sino que fijaba su lugar de residencia e incluso controlaba su vida conyugal. El matrimonio era obligatorio y debía realizarse dentro de cada ayllu.

Para evitar que los contrayentes fueran parientes directos –solamente el Inca podía casarse con su hermana–, el ayllu se dividía en hanan (arriba) y hurin (abajo), y se establecía que los de arriba se casaran con los de abajo y viceversa. La poligamia estaba permitida, pero únicamente a los nobles y a los curacas.

El matrimonio se realizaba en ceremonias estatales multitudinarias, en las que los jóvenes de 20 años y las jóvenes de 16 debían emparejarse. Si durante la fiesta no surgía el «flechazo», el curaca creaba parejas forzosas que convivían durante seis meses. Ese período se conocía como sirvinacuy, y si en su transcurso no florecía el amor cabía la posibilidad de separarse. Para formalizar el compromiso, según Acosta, el desposado debía poner a la joven «una otoja en el pie. ‘Otoja’ llaman el calzado que allá usan, que es como alpargate o zapato de frailes franciscanos, abierto. Si era la novia doncella, la otoja era de lana; si no lo era, era de esparto».

Genealogía de los incas, según una ilustración del siglo XIX. Museo de Arte de Lima.

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Una vez casados, el Estado facilitaba a la joven pareja una vivienda con una parcela o tupu y una provisión de ropa. Cada año se revisaban las concesiones y si la pareja había tenido descendencia recibía más tierra: un tupu si era un hijo varón y medio si se trataba de una niña. El tamaño total del ayllu dependía, así, del número de parcelas de sus varones.

Cada matrimonio recibía también una pareja de llamas, cuya lana debía entregarse al Estado, aunque las crías podían ser utilizadas a voluntad. El ayllu, al basarse en el parentesco, favorecía la solidaridad entre sus miembros y proporcionaba protección a los más débiles: los discapacitados, las viudas y los ancianos.

Cada hombre cultivaba su parcela individualmente; pero si moría algún varón, el resto de la comunidad trabajaba la parcela del fallecido de manera altruista para que su familia pudiera mantenerse. Del mismo modo, los hombres que permanecían en el ayllu debían cultivar las tierras de quienes eran enrolados en el ejército.

Gracias a este sistema de organización, la agricultura andina alcanzó un grado muy notable de desarrollo. Para garantizar la provisión de agua se construyeron canales que la transportaban desde la sierra hasta la costa, regando en su recorrido las terrazas que con tanto esfuerzo los hatunruna edificaban en las laderas, las cuales, al estar situadas a diferente altitud, permitían obtener una gran variedad de productos.Además de la agricultura, los incas tenían rebaños de llamas, que naturalmente eran distribuidas por el Estado con las mismas normas que se aplicaban a la tierra.

INTI, EL DIOS DE LA VIDA

Para la gente común, las obligaciones no terminaban con el Inca, sino que también debían honrar a los dioses del extenso panteón incaico participando en multitudinarias y complejas ceremonias en las que no faltaban la música ni la danza, y realizando ritos y ofrendas en las que se sacrificaban animales, principalmente llamas, y también seres humanos.

Como pueblo agrícola, las divinidades incaicas estaban relacionadas con las fuerzas de la naturaleza. Así, Illapa era el dios del trueno y del rayo que controlaba la lluvia; Mamaquilla era la luna, hermana y esposa del sol; Mamacocha era la diosa de las aguas, y Pachamama la de la tierra, y su calendario de festejos se vinculaba con los principales aconteceres del campo.

Kero, vaso ritual inca de madera policromada. Siglos XVII-XVIII, Museo de Brooklyn.

 

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Pero el dios principal era Inti o el Sol, cuyos rayos proporcionaban la vida y el sustento a todos los seres. Con el tiempo, la nobleza lo convirtió en el dios estatal y en padre del Inca. Como deidad suprema tenía un templo de piedra para honrarle en todos los lugares del Imperio. El más excepcional fue el Coricancha, construido en Cuzco, la capital imperial.

Sus paredes estaban revestidas de oro y una enorme imagen del Sol, también de oro y con incrustaciones de piedras preciosas, presidía la sala principal. El astro rey la iluminaba cada mañana, multiplicando sus rayos por las áureas paredes. Los españoles dilapidaron aquella gran obra; según Acosta, un soldado tomó «aquella hermosísima plancha de oro del sol, y como andaba largo el juego, la perdió una noche jugando».

Las capillas estaban recubiertas de metales preciosos, como la de la Luna, forrada de plata; las vajillas, los utensilios y las cañerías eran de oro y plata; y en el jardín que rodeaba el templo, los chimúes habían esculpido en oro árboles, frutos, hombres y animales a tamaño natural.

PROFECÍAS Y SACRIFICIOS HUMANOS

El ritual llegó a ser muy elaborado y en torno a él nació una jerarquía sacerdotal, cuyas funciones también incluían vaticinar el futuro. La respuesta la buscaban en las vísceras de las llamas, generalmente blancas, o en la atenta observación del fuego en un brasero sagrado, incluso en el movimiento de las arañas en cautividad.

El mismo Huayna Capac necesitó de estos servicios para designar a su sucesor, puesto que dudaba entre sus hijos Huáscar y Ninan Cuyochi. Para dilucidar el asunto se celebró la ceremonia de la Callpa, en la que los sacerdotes interpretaban las entrañas de una llama. Pero esta vez no obtuvieron palabras de consuelo para el Inca, ya que los augurios fueron nefastos para ambos candidatos.

Prácticamente todas las necesidades que generaba la institución religiosa eran cubiertas por las acllacunas, «las elegidas». Ellas se encargaban de asistir a los sacerdotes en las ceremonias y de preparar la comida, la bebida y la ropa. Eran hermosas niñas «de buen talle y disposición», seleccionadas por todo el Imperio para ingresar en las acllahuasi o casas de las elegidas.

Machu Picchu no era una ciudad aislada, ya que el valle que la rodeaba estaba densamente poblado. Se piensa que fue un complejo administrativo y religioso, cuya población osciló entre 300 y 1.000 personas.

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Según Acosta, «se sacaban de catorce años para arriba, y con grande guardia se enviaban a la corte. Parte de ellas se disputaban para servir en las guacas [huacas] y santuarios, conservando perpetua virginidad; parte para los sacrificios ordinarios que hacían de doncellas, y otros extraordinarios, por la salud o muerte, o guerras del Inga; parte también para mujeres o mancebas del Inga y de otros parientes o capitanes suyos, a quien él las daba, y era hacelles gran merced». Si se descubría que alguna de estas acllacunas hubiera «delinquido contra su honestidad, era infalible el castigo de enterralla viva»; al amante se le estrangulaba y el pueblo de origen de la muchacha elegida era arrasado.

Aunque el culto al Sol fue la religión oficial, cada comunidad veneraba también a las deidades locales llamadas huacas, identificadas con elementos de la naturaleza que desempeñaban una función protectora: la tierra, las montañas, los cerros, los lagos... El nombre se aplica también a los monumentos consagrados a las divinidades, a las que los fieles hacían ofrendas para obtener sus favores y para que les hicieran más fácil la existencia.

Según los cronistas españoles, los incas creían en la vida de ultratumba: «Comúnmente creyeron los indios del Pirú, que las ánimas vivían después de esta vida, y que los buenos tenían gloria y los malos pena». El infierno era un lugar frío, donde el único alimento eran las piedras. Ni siquiera en el trance de la muerte el Estado era compasivo con los hatunruna, ya que sólo los nobles disfrutaban de las mismas comodidades en el Más Allá que en la vida, incluso si no habían respetado las normas establecidas.

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