Dentro del olimpo de los dioses griegos, Hera fue la diosa del matrimonio, la protectora de las mujeres casadas y la guardiana de la fecundidad de la pareja. Su condición de esposa de Zeus la hacía, además, reina del Olimpo. Mas era también una diosa colérica y rencorosa, que sobrellevaba muy mal las continuas infidelidades de su cónyuge.

Hera, la reina del Olimpo

Como el resto de sus hermanos, Hera hubo de sufrir el ser engullida por su propio padre Crono nada más nacer. Zeus la liberó y, ya fuera por ese acto o porque su hermano era un joven particularmente atractivo, de inmediato se enamoró de él. A Zeus tampoco le era indiferente esa diosa de la que los poetas antiguos decían que tenía unos bellos “ojos de ternera”.

Una antiquísima tradición de la ciudad de Nauplia refiere que Hera y Zeus empezaron a tener pronto relaciones y que ella acudía entonces a la fuente Canato para bañarse y recuperar la virginidad.

Otra menciona que Zeus, impelido por el deseo, provocó una vez una fuerte lluvia y, metamorfoseado en un pequeño cuco, se posó en un hombro de Hera. La diosa lo cogió y lo guardó en su regazo para que no se mojara, lo que aprovechó el dios para recuperar su forma e intentar forzarla. Ella solo cedió cuando Zeus le prometió que la convertiría en su esposa legítima. El dios cumplió su palabra y de ese matrimonio acabaron naciendo Ares, el dios de la guerra; Hebe, la diosa de la juventud, e Ilitía, la diosa de los partos.

Mas Zeus pronto empezó a buscar aventuras fuera del lecho conyugal y a tener más y más hijos. A una la parió él mismo de su cabeza: Atenea, la diosa de la sabiduría. Los mitos refieren que Hera, dolida ante esa manifiesta violación de las leyes de la naturaleza, decidió no ser menos y concibió por sí misma a Hefesto. Pero el niño, además de cojo, era tan feo que ella, llena de repulsión, lo lanzó desde las cumbres del Olimpo.

Hera contra las amantes de Zeus

La mayoría de mitos protagonizados por Hera están relacionados con los amores de su esposo, casi siempre para perseguir a sus amantes o para hacer la vida imposible a los hijos nacidos de ellas.

A una de esas mujeres, Sémele, la convenció de que pidiera a Zeus que, si de verdad la amaba, se le mostrara en todo su esplendor. Hera sabía que, mortal como era, Sémele ardería como una antorcha si el dios accedía a sus ruegos, como así fue. El hijo que esperaba, sin embargo, se salvó, pues Zeus actuó rápido, se lo cosió a un muslo y acabó de gestarlo él mismo. Ese hijo acabaría siendo Dioniso, el dios del vino y la vendimia.

Contra la princesa argiva Ío, que Zeus había transformado en ternera para protegerla de la ira de su esposa, Hera envió un tábano para que la persiguiera.

En cuanto a Leto, la madre de Apolo y Ártemis, le prohibió que diera a luz en tierra firme, lo que provocó que anduviera errante por el mundo en busca de algún lugar en el que esa prohibición no tuviera efecto.

A la ninfa Eco, que la distraía con su incesante charla para que Zeus tuviera vía libre para sus aventuras, la condenó a pronunciar solo el final de las palabras que otros decían…

¿Por qué odiaba Hera a Heracles?

Pero, para odio, el que Hera llegó a sentir por el hijo de la mortal Alcmena, Heracles, nombre que, para más escarnio, significa “gloria de Hera”. Nada más nacer, la diosa envió contra él un par de serpientes que el niño, dando cuenta de su extraordinaria fuerza, estranguló sin problemas.

Según un mito, Hera, engañada por Zeus, amamantó un día a Heracles, pero sin saber quién era. En cuanto lo advirtió, arrojó lejos de sí al niño. El movimiento fue tan rápido, que un chorro de leche brotó de su pecho. Se formó así la Vía Láctea.

La inquina de Hera por el hijo de Alcmena no cedió con el paso de los años, al contrario. Le obligó a trabajar para el rey Euristeo de Micenas, quien, inducido por la diosa, encargó al héroe misiones prácticamente suicidas, como matar a las más espantosas alimañas (la hidra de Lerna, el león de Nemea…), ir al fin del mundo para robar las manzanas del jardín de las Hespérides o bajar al infierno para hacerse con su perro guardián, el monstruoso Cerbero.

Hera solo se reconcilió con Heracles cuando este, divinizado tras su muerte, ascendió al Olimpo. Se convirtió entonces en su suegra, pues el héroe desposó a Hebe.

Hera, una diosa vanidosa

Como el resto de olímpicos, Hera era tan orgullosa como vanidosa. Por ello, un día se enfrascó en una discusión con Atenea y Afrodita para ver cuál de las tres era la más bella. Con la primera, su relación podía decirse buena, pues apreciaba su inteligencia y sentido común. Pero con la segunda… No es ya solo que fuera fruto de un desliz de Zeus con otra diosa, Dione, sino que Afrodita representaba todo lo opuesto a Hera: el amor que, para ser satisfecho, es capaz de arrasar con todo, empezando por la fidelidad matrimonial.

Para decidir la cuestión fue escogido el príncipe troyano Paris, que, seducido por Afrodita, acabó escogiendo a esta como la más bella. Hera, como Atenea, no se lo perdonó. Poco después, estalló la guerra de Troya, en la que ambas diosas participaron apoyando a los griegos.

El culto a la diosa Hera

El culto a Hera estaba extendido por toda la geografía griega. Uno de los templos más importantes y antiguos era el de la isla de Samos, el Hereo, al que acudían peregrinos procedentes incluso de Asia y Egipto.

Otros templos se levantaron en Argos, Olimpia, Corinto y Paestum, esta última, una ciudad griega de la región italiana de Campania.

La diosa era también protagonista de unas fiestas, las Hereas, que desde Argos se extendieron a otras ciudades griegas. Se celebraban cada cinco años y, además de sacrificios y una gran procesión, incluían competiciones atléticas como una carrera de doncellas.