Cuando Buñuel vaciló a toda la prensa y contó que había pagado por ganar el Oscar

En 1972 'El discreto encanto de la burguesía' recibió el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Buñuel aseguró que había pagado 25.000 dólares a la Academia.

Luis Buñuel durante el rodaje de 'Belle de Jour' en 1967.

©Cordon Press.

Aunque el discurso de José Luis Garci cuando recogió el Oscar a la mejor película extranjera de 1982 figura ya en los anales de la historia (toda la España de la Transición puede condensarse en el modo en que Garci pronuncia la palabra “friend”) , no fue él el primer director español en llevarse un premio de la Academia. Ese honor corresponde a quien posiblemente sea el mejor cineasta nacido en nuestro país, Luis Buñuel, y lo que vamos a contarles había sucedido exactamente diez años antes.

Al inicio de los setenta, Buñuel era una vaca sagrada del cine de autor mundial. Vivía plácidamente entre París y el Distrito Federal –con ocasionales visitas a España para ver a su familia o rodar cintas como Tristana-, tomándose su ración diaria de dry martini y en general llevando la vida burguesa que tanto apreciaba pese a su fama de revolucionario irredento. Películas como Un perro andaluz, Los Olvidados, El ángel exterminador, Viridiana o Belle de Jour, rodadas en España, México y Francia, aparecían ya en las listas de las mejores de la historia, y al fin podía poner en pie sus proyectos con los medios necesarios, después de la precariedad presupuestaria que había padecido durante toda su carrera. Quería resarcirse de esto rodando en ambientes burgueses como Dios –en quien no creía- manda, y buscaba con avidez nuevas ideas. Y entonces el productor Serge Silberman le contó una anécdota que le daría la clave de su siguiente película. Silberman había invitado a varias parejas de amigos a su casa un martes, y después no solo lo olvidó completamente y salió a cenar fuera aquel día, sino que tampoco le dijo a nada a su mujer, que recibió atónita, en bata y zapatillas, a los invitados que se presentaron en el domicilio portando ramos de flores. A partir de esta escena chusca, y junto al joven guionista Jean-Claude Carrière, Buñuel escribió una historia llena de ** humor corrosivo con sueños dentro de sueños, tráfico de drogas, lucha de clases y surrealismo cotidiano** que en principio debía llamarse Abajo Lenin, o La virgen en la cuadra, y a la que antes del estreno se le asignó el título definitivo de El discreto encanto de la burguesía .

Con su elegancia exquisita, no reñida con un fondo incendiario, la película calló las bocas de quienes consideraban a Buñuel un director tosco, para demostrar que la teórica imperfección formal de sus cintas mexicanas no se debía a otra cosa que la falta de parné. De hecho, pocas películas ha habido tan sofisticadas, desde los movimientos de cámara hasta el vestuario de las actrices, por no hablar del modo en que hablan y se mueven los personajes, en una coreografía del gesto que por momentos los hace parecer autómatas accionados por control remoto.

Tras un notable éxito de taquilla, la película logró colarse en el quinteto de nominadas al Oscar a la mejor película extranjera de 1972, en el que había otro filme de un autor español, Mi querida señorita, de Jaime de Armiñán. Buñuel había despotricado largamente sobre los Estados Unidos y su sistema de estudios, por lo que los periodistas se frotaban las manos cuando acudieron, grabadora en mano, a preguntarle si creía que iba a llevarse el premio. Tal y como él mismo contaría en sus memorias, “les contesté muy serio que sí, que ya había pagado los veinticinco mil dólares que me habían pedido. Los norteamericanos -les dije- tienen sus defectos, pero son hombres de palabra”. Los medios de comunicación publicaron entonces el escándalo de que Buñuel había comprado el Oscar por veinticinco mil dólares. El productor Silberman, como es comprensible, entró en cólera. “Mais mon cher ami, era solo una broma”, fue la respuesta (poco satisfactoria, sospechamos) de Buñuel.

Cuando el Oscar ya se consideraba perdido, y las quinielas apuntaban más bien a la película sueca de Jan Troell o la israelí de Moshé Mizrahi, sucedió el milagro. El presidente de la Asociación cinematográfica Jack Valenti y la actriz sueca Elke Sommer eran los encargados de abrir el sobre durante la noche de los Premios de la Academia. Pues bien, Valenti pronunció, en inglés, el título de la película de Buñuel. El director había rehusado asistir a la ceremonia para recoger el premio, y en su lugar lo hizo un Serge Silberman que no podía evitar la cara de circunstancias en sus agradecimientos a Buñuel (“por haber hecho esta película”) y a los distribuidores americanos. Se trataba de la tercera película francesa ganadora en esta categoría. Sin embargo, hasta entonces ningún director español había logrado el premio, aunque sí habían sido nominadas anteriormente La Venganza de Juan Antonio Bardem (en 1958) , Plácido de Berlanga (en 1961) , Los Tarantos y El amor brujo de ** Rovira Beleta** (en 1963 y 1967) y Tristana, del propio Buñuel (en 1970) .

Cuando los periodistas volvieron a acudir a Buñuel para recoger sus impresiones, obtuvieron una respuesta a la altura de su fama: “¿Lo ven? Ya les dije que los americanos son hombres de palabra”. Es fácil imaginarlo sentado en su jardín de Ciudad de México con un dry martini rebosante en la mano mientras pronunciaba estas palabras. Y a Silberman poniendo los ojos en blanco al enterarse.

De todos modos, el desencuentro de Buñuel con Hollywood venía de largo. En concreto, de tan largo como cuarenta años. En 1930, cuando él era uno de los miembros del grupo surrealista en París junto a su amigo Dalí, algún ejecutivo de la ** Metro Goldwyn Mayer** se fijó en su trabajo y le hizo una de esas ofertas tan buenas que al principio las tomamos por la broma de un cuñado. ¿Un billete a Los Ángeles, con alojamiento y un sustancioso sueldo, a cambio de no hacer nada más presentarse en los rodajes del estudio y fijarse en cómo se hace una película americana? ¿Dónde está la duda?

Pese a las buenas perspectivas, la estancia de Buñuel allí resultó como mínimo accidentada. Lo primero que hizo fue acudir al rodaje de una película de Greta Garbo justo cuando el batallón habitual de maquilladores estaba aplicando su creatividad sobre el rostro de la estrella. Ella miró con el rabillo del ojo a aquel joven con cara de boxeador y le dijo a uno de sus ayudantes algo que Buñuel no pudo entender (por aquel entonces él en inglés solo sabía decir good morning) , pero que siendo bien pensados debió de ser un Get him out! como una catedral, porque lo pusieron ipso facto de patitas en la calle. Él tomó entonces la decisión de aprovechar de otro modo sus días americanos, y en adelante solo aparecía por la Metro los sábados para cobrar su estipendio semanal. Así pasó tres meses, hasta que su supervisor le pidió, de parte del dueño de los estudios Irving Thalberg, que fuera a ver unos ensayos filmados de la actriz francesa Lili Damita, que debía interpretar a una española y nadie estaba seguro de que su acento fuera correcto. Según Buñuel le contó al crítico ** André Bazin** en una entrevista, su respuesta a esta petición fue: “Dígale al señor Thalberg que no tengo tiempo que perder viendo a una puta”. Aunque aún le quedaban dos meses de contrato, le pagaron un billete de vuelta urgente, además de un mes de sueldo por las molestias.

Pero poco antes de esto ya había tenido algún otro encontronazo de postín. Aquellas mismas navidades, el humorista español Antonio Lara “Tono” lo invitó a una comida para españoles en Hollywood, a la que también asistieron Charlie Chaplin y su pareja de entonces, Georgia Hale. Los asistentes llevaron regalos que fueron colocados en un árbol navideño a la manera americana. El actor Rafael Rivelles elevó la voz para recitar unos versos patrióticos, lo que puso de los nervios a un Buñuel que, bastante borracho –pese a la Ley Seca, en Hollywood todo el mundo podía ponerse fino a whisky desde la hora del desayuno-, se levantó de la mesa para abalanzarse sobre el abeto y destrozarlo con sus propias manos. Con la piel de las palmas desolladas, la emprendió después con los regalos, que pisoteó con saña. “La velada terminó temprano”, diría lacónicamente en sus memorias. Días después, recibió una sorprendente invitación para pasar la Nochevieja en la mansión de Chaplin. Cuando se presentó allí, el director de Tiempos modernos lo recibió con toda normalidad y, antes de pasar a la mesa, le señaló su propio árbol de Navidad y le dijo: “Puesto que le gusta romper árboles, hágalo ahora y así ya no tenemos que volver a pensar en ello.”

Después de aquella primera experiencia con los grandes estudios americanos, Buñuel sólo quiso volver a Los Ángeles –brevemente, y un poco a regañadientes- para la promoción de El discreto encanto de la burguesía. Y si él había olvidado a Hollywood, Hollywood no lo había olvidado a él. George Cukor, director de películas como My fair lady o Historias de Philadelphia, organizó en su enorme mansión una fiesta en honor de su colega español. Allí se congregaron entre otros, además del propio Buñuel, su hijo Rafael, Jean-Claude Carrière y Silberman, algunos cineastas míticos como Billy Wilder, Robert Mulligan, William Wyler, Robert Wise, George Stevens, Rouben Mamoulian, John Ford y Alfred Hitchcock, gran admirador de Tristana (y de la pierna ortopédica que allí lucía Catherine Deneuve) . El momento fue recogido en una conocida instantánea que es uno de los documentos esenciales de la historia del cine. También uno de los más emocionantes. Según Carrière, cuando se retiró John Ford, que a sus 78 años era el más veterano de los presentes, Buñuel se encargó con su habitual humor negro de quitar solemnidad a la escena al murmurar: “Este se nos va”.

Si lo meditamos bien, la escena podía haber sido perfectamente una de las que pocos días después le darían a Buñuel el Oscar por El discreto encanto de la burguesía.

Artículo publicado el 4 de marzo de 2018 y actualizado.